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La resurrección de nuestro Señor

Obispo Mark A. Pivarunas, CMRI

Pascua (1996)

Amados en Cristo:

La resurrección de nuestro Señor y Salvador Jesucristo es la fiesta más importante y gloriosa del año eclesiástico, así como la Pascua era la fiesta más importante de los israelitas del Antiguo Testamento.

El porqué de esto es muy simple: la resurrección de nuestro Señor es la base misma del cristianismo. Pues, si después de su muerte Jesús no hubiera resucitado, ¿quién habría tenido fe en que Él era el Mesías, el Redentor, el Hijo de Dios? Si Jesús no hubiera resucitado, hoy no habría cristianismo. Si Jesucristo no hubiera resucitado, sus apóstoles y discípulos no habrían ido a predicar acerca de su vida, muerte y resurrección, sellando la verdad de su testimonio con la misma sangre. Como nos dice san Pablo en su Epístola a los Corintios:

“Y si Cristo no resucitó, vana es vuestra fe, pues todavía estáis en vuestros pecados” (I Co. 15:17).

No obstante, los apóstoles y discípulos de Criso sí testificaron, hasta el punto del supremo sacrificio de sus vidas, que en verdad vieron a Cristo resucitado de entre los muertos. Humanamente hablando, los apóstoles y discípulos de nuestro Señor no tenían absolutamente nada qué ganar, pero sí todo qué perder con la predicación de Cristo y su resurrección. Entonces, ¿por qué lo hicieron? Lo hicieron por la sencilla razón de que sí fueron testigos de la resurrección.

La segunda razón por la que la resurrección de Jesucristo es la mayor fiesta de la Iglesia es porque constituye el más formidable de todos sus milagros. Cuando leemos en los Evangelios de los milagros de nuestro Señor, podemos ver que fueron obrados de una manera tan pública, tan manifiesta y tan obvia que no había lugar para duda o sospecha. Muchos de estos milagros fueron atestiguados por grandes cantidades de personas, incluso por los escribas y fariseos, los más implacables enemigos de nuestro Señor. Y cuando los apóstoles y discípulos fueron a “predicar a todas las naciones”, se dirigieron los contemporáneos de los sucesos acaecidos. La vida, la enseñanza y los milagros de Jesucristo eran bien conocidos por la gente de Palestina. Los sucesos sobrenaturales registrados en los Evangelios son tan numerosos y tan espectaculares que no había margen para fraude o engaño. Hubiera sido totalmente imposible que los apóstoles y discípulos de Jesucristo predicaran exitosamente los maravillosos milagros de Cristo si no hubiesen ocurrido.

Un ejemplo convincente de los muchos milagros obrados por Jesús que estaba fuera de duda es la curación del hombre nacido ciego, y que leemos en el Evangelio de san Juan, capítulo 11, versículos 1-45. Era un hombre que había nacido ciego y que vivió en una aldea particular toda su vida. La población entera de la aldea lo conocía muy bien. Jesús se le acercó y le dio la vista. Era imposible cuestionar dicho evento. Los fariseos intentaron en vano desacreditar este milagro hasta el extremo de acosar al hombre curado y de expulsarlo de la sinagoga. Este hombre, curado de su ceguera, nunca vaciló en su testimonio de que Jesús realmente lo había curado. Pero, tan grande como fue este milagro, la resurrección de nuestro Señor fue mucho mayor.

Cuando examinamos la manera en que Jesús resucitó de entre los muertos, sólo podemos maravillarnos por la infinita sabiduría de Dios en todas las circunstancias que envuelven su resurrección, las cuales han provisto y proveerán a todos los hombre de todos los tiempos la clara e innegable prueba de que Jesucristo realmente es el Hijo de Dios, el Mesías prometido, el Redentor del mundo.

En primer lugar, nuestro Señor y Salvador Jesucristo profetizó muchas veces que Él padecería una cruelísima Pasión y una ignominiosa Muerte en la cruz, pero resucitaría el tercer día.

“Porque como Jonás estuvo en el seno del cetáceo tres días y tres noches, así el Hijo del hombre estará en el seno de la tierra tres días y tres noches” (Mt. 12:40).

“Y lo entregarán a los gentiles para abofetarlo, azotarlo y le crucificarlo, y al tercer día resucitará” (Mt. 20;19).

“Deshaced este templo y en tres días lo levantaré. Mas él hablaba del templo de su cuerpo” (Juan 2:19-20).

“Pero después que yo resucite, iré delante de vosotros a Galilea” (Marcos 14:28).

“Les prohibió decir a nadie lo que habían visto hasta que el Hijo del hombre resucitase de entre los muertos. Y guardaron firmemente en su interior lo sucedido, preguntándose entre sí qué significaría lo de resucitar entre los muertos” (Marcos 9:9-10).

Estas profecías sirven como preludio remoto de su gloriosa resurrección, mas el preludio próximo fue su crucifixión. Nuestro divino Salvador se sacrificó en el altar de la cruz y se convirtió en “el cordero de Dios” que quitaría los pecados del mundo. Al reflexionar sobre la manera en que Cristo sufrió y murió, podemos ver cómo sirvió esto para hacer aún más gloriosa su resurrección. Su Pasión y Muerte fue en sumo grado cruel, humillante e ignominiosa. Murió entre dos ladrones, sus manos y pies clavados en la cruz, su Sagrado Corazón con espinas coronado, y sobre su cabeza esta burlona inscripción: “Jesús de Nazaret, rey de los judíos”. Y por si fuera poco, los fariseos y viandantes se mofaban de Nuestro Señor mientras colgaba él de la cruz:

“Y los que pasaban lo insultaban y movían sus cabezas y decían: Tú, que destruyes el templo y en tres días lo reedificas, sálvate a ti mismo si eres Hijo de Dios y baja de la cruz” (Mt. 27:39-40).

“Igualmente, los príncipes de los sacerdotes con los escribas y ancianos se burlaban y decían: A otros ha salvado y no puede salvarse a sí mismo. Es rey de Israel, baje ahora de la cruz y creeremos en él. Ha confiado en Dios, que ahora le libre si le ama. Porque ha dicho: Soy Hijo de Dios” (Mt. 27:41-44).

“El Cristo, el rey de Israel, baje ahora de la cruz para que veamos y creamos” (Marcos 15:31).

Cuando Jesús murió en la cruz, a todas luces parecía que los escribas y fariseos habían finalmente triunfado en su destrucción. Poco sabían que este no era el fin de Cristo y sus enseñanzas. Pues el tercer día, como había predicho, Jesús resucitó de entre los muertos. Se le apareció a su amada Madre, la siempre Virgen María, a las mujeres santas, que habían permanecido fieles incluso al pie de la cruz, y, finalmente, a sus apóstoles. Durante los cuarenta días que siguieron, Jesús se apareció con frecuencia a sus apóstoles y discípulos para confirmarlos en la fe. Así es como tenemos la mayor certeza de que, en verdad, Jesucristo es el Hijo de Dios.

En esta fiesta de la resurrección de nuestro Señor, al renovar las promess que hicimos en nuestro bautismo de renunciar a Satanás, sus pompas y obras, y de ser fieles a nuestro divino Salvador Jesucristo, resolvamos, como nos exhorta san Pablo, a resucitar espiritualmente a una nueva vida en Cristo, “libres del pecado,” y “buscando las buenas obras.”

In Christo Jesu et Maria Immaculata,
Rvmo. Mark A. Pivarunas, CMRI

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