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La maternidad divina

Obispo Mark A. Pivarunas, CMRI

Fiesta de la maternidad divina de la Sma. Virgen
11 de Octubre de 1995

Amados en Cristo:

La fiesta de la maternidad divina de la Santísima Virgen María fue instituida por el papa Pío XII para conmemorar el 1500o. aniversario del Concilio de Éfeso, el tercer concilio ecuménico de la Iglesia. Qué conveniente fue que esta fiesta fuera instituida en tal aniversario, pues fue en el Concilio de Éfeso donde se defendió la doctrina de la maternidad divina contra la herejía de Nestorio y sus seguidores, quienes negaban que hubiera una sola divina Persona en Cristo con dos naturalezas, y, como consecuencia de esta negación, rehusaron reconocer a María con el título de Theotokos, es decir, la Madre de Dios. Nestorio y sus seguidores creían erróneamente que en Cristo había dos Personas: una divina y otra humana, de manera que María fue únicamente la madre de la persona humana.

En nuestros tiempos tal vez no encontremos muchos nestorianos, pero existen muchos que se dicen cristianos y niegan a la santa Virgen María este título de Madre de Dios. Quisiera en esta carta pastoral meditar sobre la maternidad divina de María, para poder mejor defender a la Madre de Jesucristo y aumentar nuestra estima, amor y devoción a ella.

Antes de considerar la maternidad divina de la santa Virgen, debemos comenzar por un estudio de la Persona de Jesucristo. En el Credo niceno que rezamos cada domingo en la santa misa, profesamos nuestra firme creencia en la divinidad de Jesucristo:

“…Y en un solo Señor, Jesucristo, Hijo Unigénito de Dios. Y nacido del Padre antes de todos los siglos. Dios de Dios; Luz de Luz; Dios verdadero de Dios verdadero. Engendrado, no hecho; consubstancial al Padre…”

Y esta creencia en la divinidad de Cristo se basa en la revelación divina. En la Sagrada Escritura encontramos una multitud de pasajes que manifiestan la divinidad de Jesús. San Juan Evangelista nos dice en el primer capítulo de su Evangelio:

“En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios. […] Y el Verbo se hizo carne…” (Juan 1:1,14).

En este pasaje del Evangelio de san Juan, san Cirilio de Alejandría, quien valientmente defendió la fe en el Concilio de Éfeso, sostuvo en admirable conformidad con la Iglesia católica:

“Por tanto, de ninguna manera es lícito dividir al único Señor Jesucristo en dos Hijos… Pues la Escritura no dice que el Verbo asoció la persona de un hombre con sí mismo, sino que se hizo carne; y eso no quiere decir otra cosa más que Él participó de la carne y la sangre, así como nosotros; en consecuencia, hizo suyo nuestro cuerpo, y se hizo hombre, nacido de una mujer, y al mismo tiempo sin abandonar su Divinidad, o su nacimiento del Padre; pues al asumir la carne, permaneció lo que era” (Mansi, 1.c.4. 891).

Además, el mismo nuestro divino Señor claramente afirmó ser el Hijo de Dios, igual al Padre:

“Yo y mi Padre somos una cosa” (Juan 10:30).

“En verdad, en verdad os digo: antes de que Abraham fuera, yo soy” (Juan 8:58).

A las preguntas que le hizo el sumo sacerdote Caifás:

“Te conjuro por el Dios vivo que nos digas si tú eres el Cristo, el Hijo de Dios” (Mat. 26:63-64).

Jesús contestó sencilla y categóricamente:

“Tú lo has dicho.”

Y san Pablo reitera la misma creencia en su Epístola a los Filipenses:

“Porque habéis de tener en vuestros corazones los mismos sentimientos que tuvo Jesucristo en el suyo: el cual teniendo la naturaleza de Dios, no fue por usurpación sino por esencia, el ser igual a Dios: y no obstante, se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo, hecho semejante a los hombres, y reducido a la condición de hombre” (Fil. 2:5-8).

Así, el papa Pío XI, en su encíclica Lux Veritatis del 25 de diciembre de 1931, que conmemoró el 1500o. aniversario del Concilio de Éfeso, reiteró la fe católica en esta doctrina:

“Pues se nos enseña, mediante la Sagrada Escritura y la divina Tradición, que el Verbo de Dios el Padre no se unió a cierto hombre ya subsistente en sí, sino que Cristo, el Verbo de Dios, es uno y el mismo, gozando la eternidad en el seno del Padre, y luego hecho hombre en el tiempo. Porque, que la Divinidad y la Humanidad en Jesucristo, el Redentor de la humanidad, están unidos por esa maravillosa unión, justa y merecidamente llamada hipostática, se evidencia a partir del hecho de que en la Sagradas Escrituras el mismo y único Cristo no solamente es llamado Dios y hombre, sino también se declara diáfanamente que obra como Dios y como hombre, y de nuevo que muere como hombre y como Dios se levanta de entre los muertos. Es decir, que quien fue concebido en el vientre de la Virgen por obra del Espíritu Santo, quien nació y yació en un pesebre, quien se llama a sí mismo el hijo del hombre, y quien sufre y muere clavado en la cruz, es el mismo que, de manera solemne y portentosa, es llamado por el eterno Padre ‘mi Hijo amado’ (Mat. 3:17; 17:5; 2 P. 1:17), que perdona el pecado por su autoridad divina (Mat. 9:2-6; Lucas 5:20-24; 7:48; y en otros), e igualmente por su propia potestad da salud a los enfermos (Mat. 8:3; Marcos 1:41; Lucas 5:13; Juan 9, y en otros lugares). Pues todas estas cosas muestran claramente la existencia de dos naturalezas en Cristo por las cuales se obra humana y divinamente, dando testimonio no menos claramente de que el único Cristo es al mismo tiempo Dios y hombre a causa de esa unidad de personas a partir de la cual se le llama ‘Theanthropos’ (Dios-Hombre).”

Habiendo ya considerado que Jesucristo es una sola divina Persona con dos naturalezas, continuemos con el Credo niceno. Profesamos que Jesucristo “se encarnó, por obra del Espíritu Santo, de María Virgen.” Esto también se encuentra claramente en las Sagradas Escrituras.

En el Antiguo Testamento, el profeta Isaías predijo:

“Sabed que una Virgen concebirá y parirá un Hijo, y su nombre será Emmanuel (Dios con nosotros)” (Is. 7:14).

En el Evangelio de san Lucas, vemos que el ángel Gabriel anunció a María:

“y vas a concebir en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús” (Lc. 1:31).

“El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso lo que nacerá santo será llamado Hijo de Dios” (Lc. 1:35).

Y más adelante, en el mismo Evangelio, santa Isabel, “llena del Espíritu Santo,” exclamó a la santa Virgen:

“ ¿Y de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?” (Lucas 1:44).

No solo encontramos referencias para la divina maternidad en la Sagrada Escritura, sino también en la Sagrada Tradición. En la Iglesia cristiana primitiva no había malentendidos sobre el tema, pues los primeros Padres de la Iglesia fueron muy claros y firmes sobre la divina maternidad de María.

En su epístola a los Efesios, san Ignacio de Antioquía (circa 110 d.C.) escribió:

“Nuestro Dios Jesucristo nació de María en su vientre maternal.”

En otra ocasión, san Ignacio escribió:

“Hay solamente un Sanador, compuesto al mismo tiempo de carne y espíritu, engendrado y no engendrado… de Dios y de María: Jesucristo, nuestro Señor.”

San Ireneo (202 d.C.) enseñó:

“Este Cristo, que como el Verbo del Padre estaba con el Padre… nació de una virgen.”

Tertuliano (220 d.C.) dijo:

“Dios nació en el vientre de una madre.”

San Atanasio (373 d.C.) enseñó:

“Confesamos que el Hijo de Dios se hizo hombre por la toma de carne de la virgen Madre de Dios.”

San Gregorio Nacianceno (circa 382 d.C.) declara:

“Que se excluya de Dios al que no acepte a María como la Madre de Dios.”

Estas referencias de los primeros Padres reflejan la doctrina que siempre se ha sostenido en la Iglesia católica. Y fue por esta razón que cuando Nestorio presentó sus erradas innovaciones, fueron ests inmediatamente rechazadas por los fieles católicos de Constantinopla. Este rechazo de la herejía nestoriana por parte de los fieles nos manifiesta que aun antes de que el papa san Celestino I, y el Concilio de Éfeso, destituyeran a Nestorio de su sede de Constantinopla y condenaran sus errores, los fieles ya habían profesado la verdadera doctrina de la divina maternidad de María.

Todo lo arriba citado de las Sagradas Escrituras y de la Sagrada Tradición sobre la Persona de Jesucristo y la divina maternidad de María, fue resumida con precisión por el papa Pío XI en su encíclica Lux Veritatis:

“Y, ciertamente, si el Hijo de la santísima Virgen María es Dios, seguramente a ella, quien lo llevaba, se le debe justa y merecidamente llamar la Madre de Dios. Si hay una sola Persona en Cristo, y esta es divina, sin duda alguna a María deberían todos llamarle no solo la madre de Cristo el hombre, sino Theotokos, o portadora de Dios. Veneremos, por tanto, a la tierna Madre de Dios, a quien su prima Isabel saludó como ‘la madre de mi Señor’ (Lucas 1:43), y a quien, según Ignacio Mártir, dio a luz a Dios (Ad Ef. 7:18-20); y de quien, como profesa Tertuliano, nació Dios; a quien la Eterna Divinidad ha llenado con la plenitud de la gracia y dotada de tan gran dignidad.”

Nunca dejemos de honrar a la Virgen María, la Madre de Dios, especialmente cuando le repetimos ese muy antiguo y sencillo y profundo rezo de la Iglesia católica: “Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo… Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.”

In Christo Jesu et Maria Immaculata,
Rvmo. Mark A. Pivarunas, CMRI

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