La cremación

Casos de la conciencia, tomados de The Casuist
(Vol. II, Joseph F. Wagner Co., NY, 1908)

Pregunta: El Sr. B., un firme creyente en los modernos métodos de la sanidad pública, ha estipulado en su testamento que, después de morir, su cuerpo sea cremado. ¿Puede recibir la extremaunción y el entierro cristiano?, ¿por qué se opone la Iglesia a la cremación?

Respuesta: Todas las naciones civilizadas, antiguas y modernas, han considerado el entierro de los muertos como un rito religioso. En la Roma antigua, tomaba precedencia sobre cualquier otro servicio, fuese público o privado. El soldado romano podía pedir un permiso de ausencia del ejército, no sólo para enterrar a su difunto, sino también para la fiesta de la purificación de la familia, llamada feriæ denicales, la cual ocurría nueve días después del sepelio. No solo se consideraban religiosos o sagrados los últimos ritos de los muertos, sino que, por virtud de las leyes, el entierro también gozaba de un carácter religioso. Era muy natural, entonces, que los cristianos de la Iglesia naciente, profesando una religión diferente a los romanos, se diferenciaran de estos paganos en la manera y lugar del entierro de sus difuntos.

La práctica común en la Roma pagana, al principio de la era cristiana, era quemar los cuerpos de los difuntos. Esto, sin embargo, no era la costumbre antigua, aun entre los romanos; y en los albores del cristianismo, todavía existía entre ellos la práctica de cortar un hueso del cadáver o de rescatar uno del fuego para depositarlo en la tierra. La razón de ello era que, después de la cremación del difunto, el entierro de las cenizas no volvía sagrado el lugar; la única manera de darle carácter religioso o sacro para que cayera bajo la protección de la ley era enterrando alguna parte o algún hueso del cadáver.

Cada familia tenía su lugar propio de entierro reservado a los padres, hijos, hermanos y hermanas, así como a algunos amigos íntimos y hombres libres favoritos. El concepto de una fosa común para los habitantes de un pueblo o distrito era desconocido para los antiguos. El entierro indiscriminado de amigos y enemigos, parientes y extraños en un solo monumento, donde se mezclarían las cenizas, fue especialmente aborrecido por la gente y era castigado severamente por la ley. Es de esperarse, por tanto, que los cristianos, creyentes en la resurrección del cuerpo como uno de los más grandes artículos de la nueva fe, hubieran tenido desde el principio un gran cuidado religioso por los cuerpos de sus muertos y por todos los ritos adjuntos. Se adhirieron a la vieja costumbre romana, así como judía, de dar sepelio a los difuntos; y detestaban la práctica, prevalente entre los romanos, de incinerar los cadáveres, al igual que las otras prácticas y ritos religosos de los paganos. Minucio Félix (siglo III) dice que los cristianos execran la pira funeraria y condenan el entierro por fuego. “Nosotros seguimos — sigue diciendo — aquel antiguo y preferible plan del entierro.”

A partir de los más antiguos autores y padres de la Iglesia, podemos reunir muchas razones por las que los cristianos preferían dar sepultura a sus difuntos que incinerarlos. Incinerar a los muertos era un rito religioso pagano de aquellos tiempos y del cual deseaban desvincularse los cristianos, así como de todos sus otros ritos religiosos. Una de las verdades centrales de la fe cristiana era la resurrección del cuerpo: la cremación parecía negar esta doctrina. El Salvador fue enterrado en una tumba, y de ella salió triunfante sobre la muerte; los discípulos deseaban ser sepultados a la manera de su Maestro, y esperaban levantarse de la tumba en cuerpo: la inmortalidad del alma y la resurrección del cuerpo fueron dos faros que iluminaron la oscuridad y los sufrimientos de los primeros cristianos. El carbonizar el cuerpo de los fallecidos les parecía, pues, confesar la total aniquilación del hombre entero; les escandalizaba su sentido de reverencia y afecto por el difunto, pero aún más, les escandalizaba su sentido religioso. Y así, desde el mismo principio del cristianismo, el dar entierro a los cadáveres se asoció estrechamente con la fe cristiana; y todos los ritos y ceremonias eclesiales adjuntos — las oraciones del misal y del ritual — se han desarrollado de acuerdo a la costumbre del sepelio. Cuando tenemos los cuerpos de nuestros seres queridos cerca de nosotros, nos acordamos de orar y de ofrecer sacrificios por ellos; erigimos monumentos que estimulan nuestra piedad y proclaman en voz alta nuestra confesión en la resurrección del cuerpo y la vida eterna. La costumbre fomenta la reverencia por los muertos, cuyos cuerpos han sido santificados por tantos sacramentos. No es tan repugante para nuestros instintos naturales dejar que nuestros difuntos regresen al polvo por el lento proceso de la madre tierra, como sí lo es el incinerarlo y destruirlo violentamente por fuego. Estas no son sino unas cuántas de las razones por las que la Iglesia, a través de los siglos, ha preferido dar sepultura a los cuerpos de sus hijos que destruirlos por fuego.

Con todo, la cremación no niega forzosamente alguna verdad revelada. Tampoco insinúa necesariamente una negación ya sea de la imortalidad del alma o de la resurrección del cuerpo. Que el cuerpo regrese al polvo lentamente por acción de las fuerzas naturales, o lentamente por acción del fuego, es, de suyo, una cuestión de indiferencia.

La Iglesia permite a sus misioneros permanecer pasivos en los casos en que saben que los cuerpos de los neófitos serán carbonizados, tal es la situación en la India, donde el método ordinario para la disposición de los cadáveres es la cremación (Cong. de prop. fide, sep. 27 de 1884).

Mas las circunstancias pueden añadir una característica muy definida a algo que en sí es totalmente indiferente. Y, por regla general, ese es el caso con la cremación. La Iglesia está conciente del hecho de que la cremación de cadáveres no sólo es hoy un alejamiento de la universalmente honrada costumbre cristiana del entierro, sino que es una protesta en contra de la fe cristiana. Los promotores de la cremación quieren rehabilitar la antigua costumbre pagana de la eliminación de los cadáveres para poner fin a los cementerios, los ritos y las prácticas del sepelio cristiano; el fin es destruir el poderoso testimonio que dan de la fe y la influencia que ejercen en el fomento de la piedad cristiana. Con la incineración del cuerpo humano, desean ellos expresar la total aniquilación del hombre en la muerte; y por ello se convierte, per accidens, en una profesión de herejía y en un ataque a la fe cristiana. De ahí su prohibición en la Iglesia. En circunstancias especiales, verbigracia, en tiempos de una epidemia, la Iglesia no se opone a la incineración del cuerpo humano. El único argumento que pueda usarse en favor de la cremación es el que está fundado en la consideración a la sanidad pública; y, no obstante, la salud pública ya está ampliamente protegida por las leyes eclesiásticas, por ejemplo, en lo que se refiere a la localización de cementerios y en la manera de enterrar el cuerpo.

En los últimos veinticinco años, la Congregación del Santo Oficio ha repetidamente promulgado decretos que prohiben la cremación de los cadáveres. Lo que sigue a continuación es un sumario de estos decretos:

Está prohibido a los católicos pertenecer a cualquier sociedad u organización cuyo objeto sea la cremación de los cuerpos de los difuntos; y si tal sociedad está afiliada de alguna forma a los masones, sus miembros incurren la pena de excomunión.

Está prohibido a los católicos ordenar que su propio cuerpo, o el de cualquier otro, sea quemado; un católico puede, en ocasiones, cooperar materialiter en la cremación de los cuerpos de los difuntos, sea como funcionario u obrero, si tal cooperación no es deseada precisamente por ser católicos los funcionarios u obreros, o si no hay señal de desdén a la fe católica o si la cremación no contiene profesión de la masonería.

No está permitido dar la extremaunción a hombre o mujer moribundo si él o ella insiste en que después de la muerte su cuerpo sea cremado; tampoco es lícito dar entierro cristiano a los restos si se conoce públicamente que el fallecido permaneció en dicho estado de mente hasta el fin.

No está permitido decir Misa por tales personas públicamente o en nombre de la Iglesia, pero sí puede ofrecerse en privado.

Es lícito administrar la extremaunción, sea en el hogar o en la iglesia, pero no en el crematorio, si no fue voluntad del fallecido que su cuerpo fuera cremado, sino de los que están a cargo del funeral; con tal, por supuesto, de que se elimine el escándalo.

Está permitido dar sepelio cristiano a los que hayan ordenado quemar sus cuerpos después de muertos, siempre y cuando fueron ignorantes de las prohibiciones eclesiásticas; y también a los que, después de haber estipulado dicha cosa en desafío a las leyes eclesiásticas, desearon sinceramente antes de su muerte revocarlo, pero que, por alguna razón válida, no pudieron.

Esto es una sinopsis de todos los decretos concernientes a la cremación promulgadas por el Santo Oficio en los últimos 25 años.

Por lo tanto, el Sr. B. no puede recibir los sacramentos de la Iglesia mientras continúe en su resolución de cremar su cuerpo, pues está en pecado mortal, desafiando una grave ley eclesiástica. Y si se llegara a saber públicamente que perseveró hasta el fin en dicha resolución, no puede recibir entierro cristiano.

 

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